Tú y una copa de vino

Tú y una copa de vino frente a frente.

Solo estáis tú y ella. Tú y él.

Quizás haya mucha gente a tu alrededor porque estás en medio de una celebración.

Quizás estás solo o sola en el salón de tu casa.

No importa. En este momento tu atención solo está en ella. Solo te importa él.

Lo miras.

Es cierto. Ya te habían dicho que el vino entra por los ojos. Que la vista juega un papel fundamental en su apreciación. Que es la primera sensación que recibe quien lo consume.

Y te das cuenta porque cuanto más lo miras, más ganas tienes de ponerlo en tu boca.

Porque cuando inclinas la copa y te fijas en esa franja donde el vino choca contra el cristal, ves que está limpio. Brillante y cristalino. No está turbio ni apagado.

Porque su color cereza es intenso y profundo.

Inclinas la copa, mueves la muñeca en círculos y observas cómo el vino se extiende por sus paredes y, al escurrir por ellas, parece que formara densas lágrimas. “Es debido, en parte, al alcohol que tiene. A mayor contenido, menor fluidez”. Resuena en tu cabeza. En algún lugar lo has leído alguna vez.

El instinto te pide olerlo. Conocer sus aromas antes de su gusto.

Con la copa en reposo, sin agitarla, olfateas el vino a una cierta distancia y, poco a poco, lo vas acercando a tu nariz. Captas los aromas que mayor tendencia tienen de abandonar el líquido, de pasar al espacio vacío de la copa y ascender hasta tu nariz. Son los aromas más volátiles y frágiles.

Casi sin darte cuenta comienzas a agitar la copa, moviendo el vino y haciendo que surjan nuevos aromas. Aquellos aromas que son menos volátiles y que necesitan ser “arrancados” del líquido mediante la agitación para poder olerlos.

No sabes si son aromas que proceden de la uva o si tienen su origen en la fermentación alcohólica o en la crianza del vino. Lo que sí sabes es que son aromas intensos, que te transmiten una sensación de elegancia, finura y armonía. Aromas que te recuerdan a algún tipo de fruta. Pero no a fruta verde. No a manzana. Frutos rojos quizás. “Desde luego a madera no”. Como decía hace poco un amigo tuyo.

“Ha llegado el momento. Ahora sí”.

Casi temblando de la emoción te acercas la copa a los labios.

Sientes cómo el líquido entra en tu boca.

Dado que los sabores se perciben en diferentes partes de la lengua, lo primero que notas es su dulzor, captado por la punta de tu lengua. Rápidamente dejas de percibirlo y notas la acidez y cierta salinidad, más persistentes y que dan paso a un ligero amargor, que persiste una vez ingerido el vino. Notas, además, una ligera astringencia producida por los taninos. Pero todo ocurre tan rápido que necesitas volver a meter vino en tu boca, y mantenerlo en ella el tiempo suficiente, esta vez, además, con una dosis extra de concentración, para apreciarlo.

Y, al hacerlo, te das cuenta de que ningún sabor sobresale respecto de los demás. De que te encuentras ante un vino equilibrado, redondo, con un agradable sabor que se prolonga tras su ingestión.

Y de que todo esto ha ocurrido en poco menos de un minuto.

Ya puedes volver a la fiesta, continuar con la cena o relajarte de nuevo en el sofá.